Enfrentamientos

Allí estaba. Le vi sentado esperando en la parada del bus, perdido en sus propios pensamientos. Después de tantos años, volvía a verle. Automáticamente me llevé la mano a un lado del cuello, donde todavía permanecía aquella pequeña cicatriz blanquecina y brillante, oculta por el pelo, y me detuve en un segundo, incapaz de moverme, solo pendiente de analizarle.

Seguía tal y como lo recordaba. Alto, fuerte, atractivo. Demasiado, quizás. Así había caído. Seguía llevando esa barba mal recortada que me atraía tanto. Embutido en una chaqueta de cuero y unos pantalones negros, aparentaba ser el mismo del que me enamoré una vez.
El semáforo se puso en verde y comencé a andar, con un escalofrío recorriendo todo mi cuerpo.

No sabía qué hacer. Quería mirarle a los ojos y decirle todo lo que pensaba, perdonarle, volver al principio.

Y a la vez tenía un miedo abrumador. Miedo a que todo acabara igual que aquella vez, con un cuchillo en su mano y encerrada en una habitación sin salida.

Ahora volvía a perder el rumbo, a olvidar mis pensamientos coherentes. A veces la gente que más quieres es la que más daño te hace. Esa frase, oculta tras miles cerrojos en mi mente volvía a aparecer. Sacudí la cabeza, pero mis pasos me llevaron a pararme en frente de él.

El tiempo se detuvo, se calmó, frenó su paso. Y me encontré de frente con sus ojos grises, aquellos de los que tantas veces había vivido. Su mirada habló por él. Primero, incertidumbre y después reconocimiento. Vi cómo de ellos brotaba de nuevo la chispa de un amor perdido que renace, cómo emanaban lujuria y deseo, añoranza y cariño. Celos. Control. Y detrás de todo eso, lo que aprendí a ver tras meses de discusiones y maltratos psicológicos. Lo que conocí tras nuestra primera pelea.
Locura.

Y le sostuve la mirada.

Después de tantos años siendo inferior, siendo una persona indefensa, le sostuve la mirada.
Y por primera vez, supe que había ganado. A él y a mi corazón.